jueves, 9 de agosto de 2012

A propósito de Las palabras necesarias

Acababa de llegar la primavera del año 2001. Todo era muy distinto a la película de Kubrick; ni monolitos, ni valses en el espacio sideral, ni siquiera un fugaz viaje en el tiempo capaz de darnos  respuestas a las preguntas más básicas. O sea, que todo seguía igual de contradictorio, y seguíamos empeñados en apostar a ciegas por la felicidad. La única polémica que ya no tenía sentido era la del cambio de siglo, pues, definitivamente, ya estábamos inmersos en el Siglo XXI.

Por entonces (pensé que no volvería a comenzar un párrafo así), yo tenía la suerte de vivir en una hermosa casa, dónde, como suele suceder, había una nevera. Hasta aquí, todo normal; que viene a ser el prólogo que siempre antecede a los sucesos extraordinarios. Dentro de la nevera. Allí estaba el resorte que encendería la mecha. En una pequeña lata permanecían vírgenes los pocos metros de celuloide que se habían librado de ser violados durante el rodaje en La Gomera de “El Momento Oportuno”, un cortometraje bélico ambientado en plena guerra de Vietnam. Viendo aquella lata que contenía apenas 6 minutos de fotogramas vacíos, mi instinto depredador agitó mis entrañas de cineasta convulsivo. Seis minutos, seis minutos…necesitaba encontrar una historia que pudiese contar en tan poco tiempo.

¿Y por qué tenía que ser una historia? Quiero decir que, aún siendo yo un amante empedernido de las estructuras narrativas clásicas, comencé a plantearme que no me vendría mal cambiar de paleta, e incluso, de pincel. Los pensamientos de una mujer. Las imágenes que nos permiten ahorrarnos palabras que subrayan lo evidente. Mi mente dejándose llevar como una balsa de troncos por el Mississippi pero sin Huckleberry Finn a bordo. Tan sólo una mujer que recuerda las dudas que tenía hasta que comprendió que es la vida la que nos guía, y no al revés, aunque ya vivamos en el Siglo XXI.




Yo era el compañero sentimental de una mujer llamada Lara López, y de repente, descubrí que tanto sus ojos profundos como su melancólica voz eran todo lo que necesitaba para dar vida a un experimento tan arriesgado como intentar plasmar, sin excesos estéticos ni simbólicos, algo tan denso y complejo como una mujer reflexionando.

Junto con Miguel, un amigo que trabajaba en Fotofilm (R.I.P), C, e Igor, hermano de Lara, nos fuimos a una casa que tiene la familia en el valle de Torote, una espectacular zona rural entre las provincias de Madrid y Guadalajara; un lugar y unas personas que mi memoria conserva entre algodones.

El rodaje, tanto en el campo como en Madrid, se llevó a cabo en un abrir y cerrar de ojos; dos tardes, si no me equivoco. Puedo cambiar de tema, de género (cinematográfico, se entiende), o de eso que llaman estilo, pero lo que siempre mantengo es mi forma de trabajar. Cuando se inicia un rodaje ya tengo muy definidos cómo y donde serán cada uno de los planos a rodar; las improvisaciones no surgen por falta de ideas, sino porque el azar, o un brote de inspiración, aporte algo nuevo que pueda beneficiar al resultado final. Por lo tanto, y a no ser que la tierra tiemble o nos invada una plaga de langostas, la faena se termina pronto y ya nos podemos ir a descansar, con la misión cumplida. “Las Palabras Necesarias” no fue una excepción.

El detalle más curioso, y que me suele venir a la cabeza cuando recuerdo este cortometraje, tiene que ver con la Banda Sonora. Chencho Campos, uno de mis mejores amigos y miembro cofundador del grupo “Sierra Madre”, estaba en Santiago mientras Lara y yo pasábamos unos bonitos días en Cartagena. Desde allí comencé a comentarle cómo me imaginaba yo la música de este corto. Él había compuesto las partituras de “No Quiero ni Pensarlo”, “Mátame unos Cuantos”, “El Origen del Problema”, “Derechos de Autor” “Una Luz Encendida” (impresionante) y “El Momento Oportuno”, trabajos que habían generado mi total confianza en su talento. Él todavía no podía ver las imágenes del corto, que ya estaba montado, pues aunque sólo han pasado once años, en términos de informática e internet “eran otros tiempos”, y por lo tanto, tendría que esperar a que yo llegase a Galicia con el material en mi maleta. Aún así, Chencho me sugirió que le mandase ya el guión con la indicación de los lugares y la duración de cada momento en que debería sonar música. De esa manera, él podría comenzar a trabajar, y después, con suerte, invertiríamos menos tiempo en lograr nuestro objetivo común.

Unas semanas más tarde, Lara y yo llegamos a Santiago, y en casa de Chencho sucedió algo totalmente inaudito. Juro que no miento cuando aseguro que al escuchar las piezas musicales que había compuesto Chencho, no sólo me gustaban mucho y resultaban perfectas, sino que encajaban y se acoplaban a las imágenes como si él las hubiese tenido delante mientras paría todas y cada una de las notas. Una corriente mágica había atravesado toda la península para conseguir, con los ojos vendados, la simbiosis perfecta entre las imágenes y la música. Cómo no voy a amar esta profesión si, de vez en cuando, soy testigo de semejantes milagros.

Por cierto, quiero dejar claro (y esto lo hago por ti, Chencho) que, al menos, en mi ordenador, la banda sonora no suena demasiado bien, y en algunos momentos se ralentiza provocando un atonalidad electrónica que no está en el original. Imagino (y quizá anhelo) que todavía faltan unos cuantos años para poder dejarlo todo en manos de estas máquinas que nos observan con esa falsa actitud sumisa.

No quiero terminar sin mencionar que cuando se estrenó “Las Palabras Necesarias” hubo varias personas que me comentaron que este corto les recordaba mucho a Terrence Malick; algo que me llenó de orgullo, sobre todo, porque, recién llegado el Siglo XXI, muy poca gente sabía quién es Terrence Malick.  

Ahora, por favor, si os apetece ver esta historia, dejad que durante seis minutos vuestros sentidos se relajen como si fueseis en una balsa de troncos sobre el Mississippi, con o sin Huckleberry Finn a bordo.

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